Nostalgias lectoras

Neurona creativa

No sabemos por qué ni cómo pero el Director se topó con un blog ―que todavía existe, pero ya no se actualiza— en donde publicaba cada semana. Era Cuentaletras. Y ya encarrilados, recordó que también publicó otros. En HD-B. Al Director le agarró la nostalgia.

Y, por puro gusto, pondremos aquí algunas de las colaboraciones de nuestro Director (el post quedará demasiado largo; pero no importa). Por cierto, esta entrada no es una pedrada a Peña Nieto y su estulticia:

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Con el índice

Me acuerdo y me da risa. De ese tipo de risa maliciosa; por la que tu madre se da cuenta de tus travesuras; “¿De qué te ríes mocoso? Te conozco mocoso… algo hiciste”. ¡Con el índice!, ni yo me la creo.

Seis treinta de la madrugada. Me desperté temprano después de haber asistido a una fiesta privada ─demasiado privada: Yo, una de vodka y mis cigarros─. Encendí un tabaco. Desayuné un café con aspirinas y me dispuse a pensar en lo que haría esa mañana, siempre y cuando fuera ir a la oficina. Estúpido trabajo, pinche vida.
Ni me bañé. En un termo puse hielos, vodka y agua quinada; agité y bebí un sorbo.
Aquel día, por la mañana, no tenía tanta risa. Parecía que antes de salir, todas las cábalas se me hubieran juntado: pasar por debajo de una escalera, que un gato negro pase frente a uno, romper mil espejos, y demás…
Iba con mi preciado termo y ojos lagañosos. Pinche lluvia. Eran de esas tormentas raras, de madrugada. Mi coche, que estaba en la acera de enfrente, tenía una llanta ponchada. Pinche coche.
El metro estaba aperrado. El olor a sudor de la gente mugrosa, debido a la lluvia, se elevó a la enésima potencia; con la resaca que tenía no aguantaba las ganas de devolver el estómago. Gente cochina; al menos yo expedía un olor agradable: vodka. Bebí otro sorbo.
En la oficina, debido a la tormenta, hubo un apagón. Pinches elevadores… pinches escaleras. Después de no sé cuantos escalones y ocho pisos llegué a mi oficina ─ bueno pues, cubículo, sin ventanas, frente a un nerd y al lado de un gordo; pinche Gordo, me cae bien─.
─ Qué onda Lupita─ le dije a mi secre… de todos… la recepcionista pues.
─ Ah, hola. Que frío ¿verdad? Ha de ser por la lluvia y que estamos en invierno ¿no? ─ pero que inteligencia la de esta mujer, deberíamos de enviarla a la NASA, aquí se está desperdiciando la pobre; al menos tiene un buen trasero.
─ Sí, que frío.
─ ¿Traes chocolatito en tu termo? ¿Me regalas tantito?
─ Traía chocolatito, ya se me acabó, cómo vez; ahi pa´ la otra ¿no? ─ tengo que conseguir más de esta medicina si quiero aguantar toda la mañana.
El Gordo me recordó de la junta con la licenciada.

¿Les comenté que no soportaba a mi jefa? La licenciada. Era una perra en el trabajo. Fuera de la oficina se portaba muy bien, excelente anfitriona, muy inteligente y de buen gusto. Pero en el trabajo…

Pinches escaleras, cuatro pisos más arriba. El Gordo y yo subimos tan rápido, tanto como un obeso y un crudo pueden subir.
─ Entonces qué pinche Gordo ¿cuándo nos vamos de parranda otra vez?
─ El viernes, saliendo de aquí ¿no?
─ Simón, ya rugiste.
En la sala de juntas éramos unas doce personas. La licenciada no había llegado. Ya me imagino el pretexto: “una disculpa, debido a la lluvia el tráfico estaba espantoso”, muy lista la tipa.
─ Una disculpa, el tráfico estaba espantoso, qué tormenta ¿no? ─ qué les dije. Méndiga vieja, se acaba de levantar.
La licenciada pasó frente a todos y se quitó su saco; lo único que la cubría era una pequeña blusita color rosa que ─gracias a la lluvia, bendita lluvia─ dejaba ver sus perfectos senos.
─ ¿Ya viste? Tiene frío.
─Ja ja ja, pinche Gordo.
Yo estaba embelesado con la belleza de esa mujer. No la escuchaba, solo contemplaba. La tormenta matutina le arrancó los kilos de maquillaje y aplastó su cabello a la cabeza y a sus hombros. Excelsa belleza de mujer saliendo de la alberca de un gran hotel frente al mar, con el cabello relamido, sin maquillaje, con pequeñas gotas esparcidas por todo su rostro y de fondo las palmeras, nunca mejor dicho.
La licenciada seguía hablando. El gordo también. Yo no estaba escuchando. Yo observaba los dos puntos que sobresalían de aquella blusa color rosa. Comencé a temblar, algo inquieto. Con indecisión me paré. Sin respirar me acerqué a la licenciada y, como si fuera a llamar a la puerta de una casa, con el dedo índice toqué uno de sus pezones.

No, no me quedé sin trabajo; ahora vivo mejor, ya no me expreso con tantos pinches ─bueno, al gordo sí─, y ahora utilizo el índice y el pulgar con mi querida licenciadita.

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Yo soy luchador

No entendía la pintura. Trazos rojos que la cruzaban transversalmente ─¿dije trazos?─. No comprendía los cuadrados oscuros unidimensionales, los cuales estaban sobrepuestos a los amarillos. No captaba la composición geométrica multicolor de la obra. Incluso no entendí por qué una persona que se encontraba a mi lado me preguntó sobre mi próxima exposición. ¿Exposición de qué? Le respondí, Si yo soy un luchador. Aun más inexplicable era por qué demonios me encontraba yo en medio de una galería de arte. Y no es que me considerara un inculto, ni mucho menos. Tenía mis enciclopedias y demás. En ocasiones veía el canal cultural y escuchaba la radio instrumental, pero de eso a estar parado en medio del performance de una tal Stella Warwick, no lo asimilaba. Aunque ahora la admiro bastante y poseo algunas de sus obras en mi estudio.
“Yo soy luchador” les decía. “Soy luchador profesional”. Sus reacciones eran risas, comentarios cómicos, otros se referían a una nueva etapa de mi subconsciente creativo. Deambulé por el local sin rumbo fijo. Saludando de doble beso en la mejilla a todas las damas, y de un fuerte ─pero frío─ abrazo a los hombres del lugar. Me presentaron gente “importantísima” en el mundo de las bellas artes. La noche fue muy larga, hasta que unas mujeres, entre ellas Warwick, me invitaron a otra fiesta, en “mi departamento”. Pero yo vivo en una vecindad, les dije. Solo se rieron y comentaron que era un modesto de lo peor. Fue un degenere, aunque ahora las disfruto ─las fiestas y mis amigas por igual.
Al siguiente día amanecí en “mi” departamento. Mis amigas estaban a mi lado, en la misma cama. “¿A qué hora comienzas a trabajar?” Me preguntó una de ellas. La verdad yo no consideraba un trabajo lo que hacía. Entrenaba en el gimnasio todos los días, aunque me tomaba mis cervezas los viernes y sábados, pero el domingo peleaba en la Arena Coliseo. Tardé en comprender que se refería a mis pinturas, mis creaciones. Me llevó hacia el “estudio”, que para mí era un patio cubierto con algunas macetas, donde se encontraban algunos dibujos de desnudos y varias pinturas sin terminar. Sin soltar comentario alguno se desnudaron y posaron para mí. No me salían los trazos, culpé a los nervios, ya que después ─meses después─ logré realizar, según los críticos, la más grande obra maestra contemporánea.
En una ocasión Stella Warwick me preguntó por mi obra personal, privada. Yo no supe a qué se refería. Me dijo que era mi pasión más profunda y que nadie jamás había podido verla, que estaba reservada solo para mis ojos. Que la tenía mi madre.
Entonces me dirigí a la que supuse era la casa de mi madre. Ni saludé, solo le pregunté por la pintura, me dijo que estaba en mi recamara. Busqué en todas las habitaciones hasta que di con un mural. Toda una pared hecha una obra maestra, una pintura bellísima. Allí estaba yo, con mi máscara, saltando desde las cuerdas contra mi adversario en una Arena Coliseo totalmente llena.

Debo admitir que me costó tiempo y esfuerzo adaptarme al “selecto grupo de creadores y amantes de las bellas artes”. No porque fuera difícil captar el talento de los artistas, o porque mi inspiración y mi genio estuvieran en lo más profundo de mi cerebro. Lo que me costó tiempo y esfuerzo fue olvidar el ringside, las luchas; las llaves y las hurracarranas. El domingo pasado asistí a la Arena Coliseo. Por el lado de los Técnicos peleó el Artista, con su máscara haciendo alusión a una de mis pinturas.

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 Los ojos de Mariana

La sombrilla cubre del sol dos terceras partes de la silla de ruedas. Mariana observa a sus hijos en la playa y a su marido recostado en la arena leyendo un libro. Se le acerca su hijo menor y le sonríe, «Hola mamá». Mariana recuerda, no lo puede olvidar, guarda rencor.
Solo sus ojos tienen movimiento. Solo con sus ojos intenta comunicarse con los suyos. Solo con sus ojos demuestra el agrado o desagrado a lo que le dieran o hicieran.
Mariana observa el mar y a su familia, intenta decirles que le arden sus ojos y que en la bolsa de playa hay unas gotas para sus ojos.

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Por el Oxxo
 
Paranoia, will destroy you
Jamiroquai

—Se lo digo en serio, oficial, yo no soy cómplice…
—Pero qué terco eres. Ya vimos la grabación y se ve claramente que pasas en tu coche cuatro veces antes del asalto, de seguro para revisar que no hubiera vigilancia.
—Sí, sí es mi coche…
—Pues claro que es tu coche, pendejo. A poco me vas a salir con la pendejada que sí es tu carro pero que te lo robaron y que con ése asaltaron la tienda.
—No se burle, oficial.
—Me burlo cuando quiera y de quien quiera, pendejo.
—Lo que quiero decir es que sí es mi coche, sí soy yo manejando, pero yo no robé el Oxxo, de verdad.

El Gordo, el oficial de policía que detuvo a Gonzalo tras el asalto al Oxxo, le arroja el resto de su café al detenido en la cara. Gonzalo, bastante asustado, llora de rabia.

—Ya, cabrón, admite que tú y tus pinches amigos asaltaron el Oxxo.
—Que no… que yo no lo hice, yo no sé quién chingados asaltó el Oxxo, yo sólo iba a llegar a comprar unos cigarros y unas cervezas… chingado.
—Aquí no vengas a decir “chingado”, porque te lleva la chingada… y, con una chingada, ¡Confiesa, hijo de la chingada!— la voz del Gordo resonó en aquél cuarto especial para detenidos, que no era más que un cuarto con una mesa, dos sillas, un bote de basura (sin nada dentro) rodeado de basura.

Gonzalo no hace más que pensar en que en este momento estaría escuchando música y tomando cervezas con Mariana, una amiga con la que se quedó de ver en su departamento para poner música. Pero sólo piensa, porque la cita era a las 8:30 de la noche. Ya son las 11:00.

—De verdad, oficial, yo sí pasé cuatro veces por el Oxxo, pero cuando me decidí a entrar, salió el cajero a decir que los habían asaltado y de repente llegó la policía.
—Ahora me vas a salir con estuviste en el lugar equivocado a la hora equivocada.
—Sí, mi oficial.
—A ver, mi recabrón, explícame por qué chingados pasaste cuatro veces por el Oxxo sin entrar.
—Es que le tengo miedo a los Oxxos… y no nomás a los Oxxos, también a los Sevens, a los Jotaves y a todas las tiendas como esas.
—Y cómo chingados es que le tienes miedo a los Oxxos, explícame eso que de verdad no me queda claro.
—Es que hace años iba entrando a uno cuando lo estaban asaltando, y pues que me agarran y me asaltan a mí también. Desde entonces no me gusta ir a esas tiendas. Las primeras tres veces no me animé a entrar porque había gente sospechosa, gente que pudiera asaltar la tienda… o a mí. Esa es la razón, oficial.

El Gordo se le queda viendo con una sonrisa, incrédula, a Gonzalo. Gonzalo piensa que ya se ganó al obeso oficial y que pronto saldrá y le llamará a Mariana para explicarle todo. Pero el Gordo interrumpe:

—Ni madres pendejo, a poco crees que me voy a creer tu pinche cuento. Aquí te quedas. Y más vale que me pases los nombres y domicilios de tus amigos, porque esto va para largo— el Gordo toma de los cabellos a Gonzalo y lo saca del “cuarto de interrogación”.

Lo trasladan a una celda en donde hay más detenidos. Gonzalo se sienta en el piso. Piensa que debió de llegar desde la primera vez al Oxxo. También piensa que lo más prudente habría sido evitar los Oxxos y comprar las cervezas en la tienda de la esquina. Pero también piensa que en esas tiendas las ratas orinan sobre las latas. Y que no invitó a Mariana a un bar porque los meseros no se lavan las manos y escupen dentro de las cervezas. Piensa que lo mejor es estar encerrado en la cárcel alejado de todas esas situaciones, aunque luego ve a uno de sus compañeros de celda… quien tal vez es un violador.

 
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En Espera
 
No, él no se va a morir de cáncer aunque haya fumado durante 40 años. Tampoco de un paro cardiaco, incluso cuando sus arterias están repletas de colesterol (del malo, porque leyó que también existe colesterol del bueno). Tampoco se va a morir de SIDA, sífilis o gonorrea, aun cuando se cogió a cuanta puta encontró en su camino. Tampoco va a morir de un balazo en el corazón… o en la cabeza. “Eso es mucho pedir”, piensa.

Él lo sabe. Lo sabe aún viendo que en la mesa hay gasas, vendas, material para suturas y antibióticos, todo para curaciones, y sabe que son para él. Sabe que va a morir, pero no pronto. Lo supo al ver la cara del padre de la niña que violó en repetidas ocasiones para después enterrarla, viva, en un despoblado. Sabe que va a sufrir. Acaba de ver que su verdugo, que a propósito, es médico, colocó sobre la mesa un tubo de 60 centímetros en cuya punta hay una docena de clavos soldados para la ocasión.

 
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Envidias particulares

 
De seguro odia a su hijita, de apenas cinco años, le quitó su juventud, su figura esbelta, sus romances de tres días; le quitó su estilo de vida. No, no me lo ha dicho, pero se nota, es algo que uno supone. Hace algunos momentos, antes de iniciar la junta de padres de familia me sonrió, pero de una manera nerviosa, lo cual yo tomé para suponer que es una mujer infeliz. “Qué hermosa niña”, le dije y a cambio solo recibí un seco “Gracias”.

Ése es su secreto, todo mundo tiene uno. Esa chiquilla va a crecer a la sombra de una madre que la odia. Y no sólo ella. El señor que me da la espalda en este momento es tan inseguro que le heredó, transmitió, la inseguridad a su obeso hijo de seis años. “Pobre de mi hijo, lo golpean y lo maltratan sus compañeritos, va a sufrir mucho en la adolescencia” se dice el gordo sujeto.

Ese es su secreto y yo ya lo descifré. La señora de allá también tiene lo suyo, su hija es demasiado soberbia y pretenciosa, igual que la madre, la cual tiene miedo de que su niña se enamore de un patán como su marido, pero no se lo va a decir, porque tiene que guardar las apariencias. Otro secreto.

Incluso la directora es una solterona amargada que necesita urgentemente una relación sexual —que ni se le ocurra voltear para acá—, aunque tiene que guardar las apariencias que una monja, requiere.

¿Yo? No, no tengo secretos, al menos no importantes, si así pudiera llamarles. A mi lado tengo a mi hijo, de cinco años, y no le reprocho nada, aunque tampoco lo animo en sus asuntos y eso, para mí, no es ningún secreto; es normal. Pero desearía tener alguno. Debo de inventarme uno, por puro orgullo mental y social. Me da envidia la gente que si los posee.

Tal vez mi secreto sea que no tengo secretos que guardar.

 
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El Sordo
 
Y todo por aprovechado. Yo sólo le di una patada en la oreja izquierda, pero el Gordo insiste en que la patada se la di en la derecha. Sigo en la maldita incertidumbre, mañana es domingo, el día en que veo al Gordo.

Y todo por aprovechar el momento, la situación, el desquite. Por eso el pinche Gordo me quiere matar, por manchado- yo, no él.

Aunque hace unos días escuché (todavía poseo ese sentido) que me quería, al menos, cortar las dos orejas (como si yo fuera un bravo toro de lidia, que de bravo no tengo nada), además de que quería disparar su calibre 45 a medio centímetro de mi oreja, y que, por azares del destino o por pura y mera casualidad la bala se desviara ese medio centímetro, no sería culpa del Gordo, sino mía… eso escuche, que todavía lo hago, insisto.

Maldita ley del talión, ojo por ojo, oreja por oreja. Pero suplico, yo lo patee en la izquierda, y, que yo sepa, por ese hoyo carnoso todavía puede escuchar.

Y todo por ser un maldito aprovechado. Si tan sólo le hubiera pateado el costado o una pierna yo estaría sufriendo una costilla rota o un moretón, no una mutilación auricular.

El momento… en el momento uno no piensa las cosas. Pero es que el pinche Gordo es tan buen jefe, de esos que todo lo perdona. Incluso es llevado y aguanta la burla con el grupo. Los apodos no le molestan ni los golpes de cuates. Pero ese día… ese día.

Ese día el Gordo, nuestro jefe, tuvo la mala fortuna de contar un mal chiste, situación que un pinche resentido del grupo (y no fui yo, aclaro) aprovechó para gritar: “Pamba por pendejo”.

Ese día que escuché cómo su oído izquierdo tronó como cuando aplastas un alacrán con la planta de la bota… ¿o sería su oído derecho el que escuché?

 
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Burla Roja
 
No me gusta ver los semáforos. Sé que el semáforo está en verde porque el vehículo de atrás hizo sonar su claxon. Avanzo, un poco atarantado por la botella y media de vino tinto que consumí en la cena. La chica que va a mi lado no para de hablar, pero no la escucho. Se ríe… sonrío por cortesía.

Me paro en el siguiente semáforo. Espero a que el coche de atrás me apure. No sucede nada. La chica que va conmigo lleva una minifalda gris. Me gusta su faldita gris. Veo sus piernas. Un par de luces altas me encandilan por el espejo retrovisor. Acelero, mareado por el vino tinto.

Hipnotizado, veo las luces direccionales del coche que va frente al mío. Me gustan porque son amarillas. No me gustan las luces de freno. Detengo mi auto. De nuevo, la chica comienza a hablar. Mi vista sigue observando su falda gris y el par de piernas que de ella salen.

—Dalton, ¿te gusta mi falda roja?— me pregunta la chica de la falda gris… Pinche burla del destino… pienso.

El coche de atrás hace sonar su claxon. Sé que el gris se apagó. Se encendió el verde en el semáforo. Presiono el acelerador de mi auto deportivo, que apropósito es gris… quiero creer que es gris.

 
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Bombón Pepe
 
─¿Qué? ─me cae que no entendí ni madres.
─Sí joven José, díganos cuál es el significado de la palabra “nudibranquio”, “nu, di, bran, quio”. Tienes treinta segundos para responder. Silencio en el público.
─Ehhh… viene de nudo ¿no?, y de branquios, o sea que un nudo en los branquios o bronquios, nudo en la garganta pues… ¿no?
─¡Pues no mi querido Pepe! “nudibranquio” significa… pérame… ah, aquí esta: relativo a un orden de moluscos gasterópodos marinos, sin concha y con branquias descubiertas dirigidas hacia atrás. Lo siento, tienes cien puntos menos… y ¿esto qué nos indica? Claro, ¡te vas al recorrido de la muerte! Vamos deseándole suerte a José, todos con las manos, aplaudiendo.
Méndigo bato, cómo disfruta viéndome sufrir, y mi novia allí en el público a risa y risa. No sé cómo acepté venir a este estúpido programa, me cae.
─Párate aquí mi Pepito. Dime, antes de comenzar, ¿es tu novia aquel bomboncito que está sentada allá arriba?
─Sí, Gloria, ¡hola miamor!
─¡Hola Bomboncito!
─¿Bomboncito? Si eres un palo, ¿o no público?
─Palo es lo que te voy a dar si sigues fregando… Sí, hazte pendejo, como si no me hubieras escuchado, méndigo gordo.
─Si te escuché cabroncito, y sí sigues mamando no te la vas a acabar, aquí se hace lo que yo digo.
─Uyuyuy, qué miedo, pinche marrano.
─Vamos aplaudiéndole la Gloria para que pase aquí al escenario.
─¿Ya vas a mamar cabrón? Nomás que te pases con ella.
─Tú tranquilo pinche Pepito, que si no te hago pasar el peor ridículo de tu vida.
─Hola preciosa, dinos tu nombre completo, a mí y a la cámara.
─Hola, Rosa Gloria Celeste Prieto.
Pinche Gloria, así son todas las viejas, ya deja de volarte con el marrano. Estoy esperando un besito, aunque sea. Ya quita esa sonrisa estúpida. Sí, ya saliste en la tele, ¿contenta? Ya abrazaste mucho al marrano…
─…o no Pepito?
─Perdón, estaba distraído, ¿qué pasó?
─Si, que aquí Rosita, con ese cuerpo de modelo que tiene, puede trabajar de edecán en el programa, ¿verdad público? ¿Rosita o Gloria? Cómo quieres que te digan, mi reina.
─Gloria está bien… mejor Bomboncito, como me dice Pepe.
Qué, ¿ya no soy Pepito? Pinche vieja, cómo cambia con la fama. Así son las viejas, nomás ven lana y a ya se olvidan de uno.
─Ok, Bomboncito, tú vas a ser la edecán esta noche apoyando con porras a José… que se dirige ¿a dónde público?… Correcto, a nuestro famoso “Recorrido de la muerte”.
─¡Vamos miamor! ¿Así están bien las porras Don Porky?
─Claro reinita. Un poco más de ganas y estarás del otro lado, ahora lee las instrucciones del recorrido de la muerte, fuerte y claro pa´ quel público te entienda.
Ta bien: El sujeto en cuestión iniciará el recorrido…
─No reinita, aquí es cuando dices el nombre del concursante, o sea Bombón Pepe… no se rían público, se está enseñando la pobre.
─Otra vez, pues: Bombón Pepe, mi Pepito, iniciará el recorrido en el sendero arácnido. Después pasará por la fosa de las sangüelas, o sansarangüelas… a no, sanguijuelas, perdón, y por último entrará a la jaula de los gatos salvajes, donde tendrá que rescatar a un canario… Ánimo Bomboncito.
Tan locos si creen que voy a hacer todo eso por mil baros, váyanse a la mierda, y tú, mendiga vieja volada, ahi te ves.
─Calma público… es solo una crisis de participante, veamos, ¿Quién quiere tomar el lugar de Pepe?
─Yo Don Porky, yo…
─No reinita, tú te quedas a mi lado, para ti tengo otros planes- Bien, seguimos jugando a: “El recorrido de la muerte”. Un aplauso para nuestra nueva edecán: Rosa Gloria Celeste prieto.
 
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Nostalgias cadavéricas

Recuerdo el primero, hará unos seis meses, allí estaba el muy cabrón paseándose por mi sala, muy campante. No lo reconocí al primer momento, pero un instante después, antes de que yo sacara mi arma, volteó y me sonrió, pero no era una sonrisa normal, no. Era de burla, de venganza fría. Era Pepe. Vi el orificio de bala en su pómulo izquierdo, la misma bala que le metí hace cuatro años. La misma bala que lo mató.
Claro que me asusté. Culpé a mi cerebro, una alucinación, al alcohol, a la mota, a las luces que entraban por la ventana, a lo que fuera. Pero allí seguía, hasta movía sus labios como queriéndome decir algo. En mi inmovilidad intenté escuchar algo: “Siento caliente la cara”, me decía, “de este lado, y como que me escurre agua, o no sé qué por la mejilla”.
Salí corriendo, bajé las escaleras del edificio en tres segundos, y seguí corriendo por la calle hasta que el cansancio me detuvo. Intenté calmarme, en vano.
Me instalé en casa de mi madre por unos días. “Por no ir a misa” me decía. La muy santa no sabía a qué me dedicaba. En ese barrio conocí a Laurita, una vecinita muy bien. Me ayudó a distraerme.

Una Tarde regresé al departamento. Antes de abrir la puerta escuché música, corridos norteños. Entré y vi bailando a los hermanos Larios, a los tres. Se estaban tomando mis botellas de Tequila. Igual que hace tres años en su casa de campo, solo faltaban las pirujas. “Pásale, carajo, chíngate un trago”. “No, gracias” les dije, miré el charco de sangre que cubría el piso de la sala y me retiré.
Laura me recomendó ir con un psicólogo. También me insinuó un exorcismo. No me ayudó en nada. Por mis destos decidí regresar al departamento.
Allí estaban Pepe y los Larios, cada cual en lo suyo. El primero se tocaba su mejilla y los otros seguían bailando, muy campantes. Entré a mi habitación y en mi cama estaban teniendo sexo Don Jorge y su querida, ella se quejaba de un dolor que le entraba por la espalda y le salía por el seno, él decía que se había quedado ciego del ojo derecho. Ninguno de los dos notó la sangre. Me metí a bañar, no sin antes batallar para sacar al Cholo, que se veía en el espejo; extrañado se tocaba una mancha roja a la altura del corazón.
Cuando salí de la ducha, aquello, mi departamento, era una multitud. Allí estaban todos, paseándose como Juan en su casa, que a propósito me pidió unas aspirinas para el dolor de cabeza; recordé los tubazos que le metí en el cerebro hace unos meses. No faltaba ninguno. Saqué una colchoneta del armario y me acosté en la terraza. No dormí. A cada rato me pedían cosas, me invitaban a la pachanga, o simplemente se quejaban… en mi oído.
No pasó mucho tiempo para que Laurita notara que esto era serio. Trataba de distraerme, de hacerme sentir bien. Me invitaba al cine, a un restaurante, a lo que fuera con tal de no pensar en mis fantasmas. Ayer me llamó para invitarme a una fiesta, me prometió que sería la mejor fiesta que jamás hubiera asistido. Me rehusé a la invitación ya que a dicho festejo asistirían algunas personas a las que yo les debía ciertos muertitos. Eran parientes, hijos, cónyuges amigos o padres de mis fantasmas particulares.

Apenas es mediodía y ya no soporto a mis “invitados”. He decidido llamarle a Laurita; he decidido dejar a mis fantasmas Quiero ser el fantasma de alguien más.
─Sí, bueno. Hola Laura, ¿Dónde es la fiesta que me prometiste?

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¿Quieres ser quien se te ocurra?
 
Salgan de mi cerebro
Jhon Malcovich

Siempre pasa cuando giro la chapa de la puerta de manera contraria. Esto es, cuando llego dormido, en la baba, o borracho. Recuerdo la primera vez que ocurrió. Llegué del trabajo como a las once de la noche, cansado, saqué mi llave y la introduje, gire la mano hacia el lado contrario de las manecillas del reloj para enseguida deslizarme por un túnel mental y posicionarme en el cerebro de alguien, esa primera ves fue de un policía:
Enterado ─Pero qué demonios ¿Dónde estoy? ─Sí, doceochenta, aquí de guardia en sector tres, cambio─ Qué es esto, no puedo controlar mi cuerpo ─Nos dirigimos al sitio del delito─ ¿Qué delito? ¿Por qué estoy diciendo esto? ─Ya te digo, la Lupe, del emepe, me tira la onda, ¿no me crees? ─¿Lupe?, ¿me hablas a mí?
─¿La Lupe?─Ah, le habla al otro policía ¿Otro policía?
Sí, fregón ¿no? A ver, espérame. Sí, doceochenta, en camino al sitio del delito, en unos minutos llegamos ya vamos en camino ─¿En unos minutos? Ni siquiera nos movemos, se están tragando unos tacos
Ya, enciende la patrulla, luego platicamos de la Lupe ─ Hasta que. El delincuente ya ha de estar lejos y ustedes dos aquí hablando de secretarias buenísimas… ¿Cómo demonios me salgo de aquí?
─Puta, esta patrulla quedó bien fregona, ve no más a cuanto vamos─ Bájale güey, nos vamos a matar.
Sí güey, písale más ─¿Y tú dándole alas a este engendro de Ayrton Senna? Frena, frena… hijo de la…
Buenas, buenas ¿Qué fue lo que pasó aquí?
Un asaltante, todavía lo alcanzan oficial. Se fue por allá.
Uy señora, primero tengo que tomarle sus datos para saber que fue lo que pasó aquí ─Méndigo gordo, para mí que no quieres correr por la atragantada de los tacos, qué cínico… ¿Cómo salgo de aquí? No aguanto más, ¡ya!
Pero se les va a escapar ─Se les va escapó…
No se preocupe, ahorita van otras unidades a buscarlo. Ahora bien, ¿qué fue lo que pasó? Espéreme tantito. Pareja, tómele los datos a esta señora, voy a la patrulla a quitarme un pedazo de carne que tengo entre los dientes─Qué puerco, un momento, se va a ver en un espejo, me voy a ver en un espejo… Qué terrible, no sé si pueda vivir con este trauma.
Y por arte de no sé qué ¿magia?, ¿destino?, ¿burla del destino?, el oficial, al verse en el espejo, yo aparecí vomitando en el baño. Recuerdo que me paré y me vi en el espejo, pálido, pálido, pero sin la gorra azul, la prominente barriga y los bigotitos de cantinflas.
La segunda ocasión pasó igual. Llegué de una fiesta, introduje la llave en mi domicilio…:
Buenas noches comadre… ¿Cómo le ha ido?…A mi bien, fíjese que el otro día─Ay no, una vieja chismosa─ vi a su marido saliendo de su oficina muy tarde ─Me aburro─ Iba con una cara de felicidad, que pa´ qué le cuento─Póngase a hacer otra cosa señora, no friegue el matrimonio de su compadre─Pa´ mí que se anda metiendo con su secretaria, la tal Lupe, muy licenciadito, refinado, pero cabrón su marido, discúlpeme, pero esa es la verdad ─Qué aburrido, ya vieja loca, vieja amargada, ha de estar tan gorda que su marido ni la pela, y pues le da envidia su comadre.
De nuevo vomitando, me miré en el espejo, que alivio, ya no tenía los diez kilos de mascarillas ni las dos docenas de tubos para el cabello; vieja chismosa, pobre licenciado, la que se le va a armar.
¿La tercera? Ni quisiera acordarme. Llegué a mi casa, igual con la llave…:
Buenas joven.
Quiúboles mamacita ─¿Mamacita?
─¿Qué se le ofrece?¿Servicio completo?¿O nomás sencillo? ─¿Servicio completo? ¿Sencillo? Oh no… Soy una prostituta…
No quisiera ahondar en detalles, solo que en la habitación del motel que estaba había un espejo redondo en el techo. Igual. Aparecí vomitando en el excusado, observé mi reflejo y ya no tenía ni la bolsa al hombro, ni la ¿minifalda? si a ese pedazo de tela se puede decir así. Qué mala experiencia. Es todo lo que puedo decir.
Igual me pasó con la cuarta. Llegué cansado a mi casa, giré la llave…:
Gracias Lupita─Gracias Lupita, pero qué bien está la Lupita.
De nada Licenciado.
Oye, hay que tener más cuidado, mi mujer ya se las huele─Hijo de la… qué poca madre─ Se enteró de la otra noche que salí muy tarde de aquí, del emepe, alguien le dijo─Ya sé quien eres, o mejor dicho, ya sé quien soy. Viejo rabo verde. Bien, que comience la acción. Bésala, ánimo─Que bien se ve hoy Lupita─Eso, así se hace, ahora agárrale una teta.
─¿Usted cree licenciado? Usted no se queda atrás. Que guapo está.
─¿De verdad me veo bien?─ Oh no, no, no busque un espejo. Apenas se va a poner bien, chale…
Esa noche al terminar de vomitar hice un experimento. Rápido corrí hacia fuera de mi casa, introduje la llave en la chapa, giré hacia el lado contrario de las manecillas del reloj… túnel… cerebro…
─… Bien, ¿dónde nos quedamos? Ah sí. Le iba a agarrar una bubi a la lupita─ Aquí no licenciado, pérece… me duele─Ay no, soy Lupita…
Jamás vuelvo a hacer experimentos. ¿Después de vomitar? derechito a la cama. Mi experiencia con Lupita fue peor que con la prostituta. Al menos con la mujer de la vida alegre había un espejo gigante en el techo. ¿Con Lupita? Terminó hasta que se metió al baño a darse una arregladita. Ese día seguí en el cerebro de la Lupe. Salí ─salió─ al mostrador del ministerio Público donde estaba el licenciado, cuando de repente llegaron los dos policías con los que tuve mi primera experiencia extrasensorial ─si así pudiera decírsele─ y traían detenida a la joven prostituta. El ciclo, para mí, estaba cerrado. Ya había sido cada uno de los personajes principales, así es que me dediqué a otras cosas.
Ahora no solo utilizo la chapa de la puerta principal, también he encontrado otros túneles dentro de mi casa. La de mi recámara me condujo hacia el cerebro de un diputado, con todo lo que eso implica. En la del baño me transporto hacia la mente de un púber de secundaria, chale. Además le puse una chapa a la puerta de la cocina ─claro que no es necesaria─, a ver a donde me lleva. Y estoy pensando en ponerle chapa a la casita del perro…

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Las primeras luces
 
Cipriano no quiere despertarse, está lloviendo, es muy temprano, tres treinta de la madrugada. Su cara tiene la marca del tequila que bebió anoche. Sale de su casa, con frío. Camina por el empedrado, cuesta arriba, cuadras de empedrado y agua en abundancia. Camina a oscuras. No sabemos en qué piensa Cipriano, pero podemos especular: No le está gustando la lluvia; está ansioso por llegar, ¿adonde? No lo sabemos, piensa en la resaca que tiene, quiere dormir. Un movimiento de su brazo nos da una pista, se quita el exceso de agua de sus ojos, al tiempo que hace un gesto de repulsión. A Cipriano no le gusta la lluvia. Por su aspecto sabemos que es un hombre de campo, entonces pensaríamos que es una incongruencia que le desagrade la lluvia, pero son solo especulaciones. Sigue caminando, aunque no sabemos hacia dónde ni a qué. El cubretodo que se puso antes de salir de su casa nos impide ver qué trae debajo, pero en definitiva lleva algo consigo: un bulto a su costado izquierdo lo denota. Saca un paquete de cigarros, del bolsillo derecho, y le cuesta trabajo encender uno debido a la lluvia. Otro gesto de repulsión. Cipriano maldice. Maldice a la lluvia, a la noche, a la pendiente pronunciada que está recorriendo. Hasta ahora nos cuesta un poco de trabajo entender por qué Cipriano se despertó tan de madrugada, aún sabiendo que llovía ─llueve─, a no ser que se dirija hacia un rancho lejano a trabajar, pero por lo que se ve no va hacia el valle, sino a la sierra. Puede ser que Cipriano trabaje en un aserradero, puede ser. Se acerca a una casa que está al final del pueblo. Se agacha y coge una piedra, la arroja hacia la puerta, se limpia el lodo de su mano derecha en el cubretodo, confirmamos su desagrado a la lluvia ─pudiera ser que también a la noche, o a la desmañanada─. Espera unos segundos. Coge otra piedra y la arroja al tiempo que pronuncia dos nombres, Toño, Jelipe. Cipriano está enojado, no le gusta esperar. Toño y Jelipe salen. No saludan, no le hacen ninguna seña a Cipriano, el cual, con el rostro empapado y el ceño fruncido, exclama: «Con una Chingada, ustedes…» Toman el rumbo hacia la sierra. Por lo que apreciamos, los tres caminan sin caminar, fuman sin fumar. Es como la respiración, se produce sin pensar. No sabemos en qué piensan. Tal vez ni estén pensando, simplemente van con la inercia. Pudiera ser que día tras día, al no hacer cambios, invariablemente se cae en la rutina, en sus caras de hastío se les ve. Llegan, después de caminar sin caminar, a un paraje donde se localiza un tractor. Aquí, Cipriano nos cambia el pensamiento. Llegamos a imaginar que Cipriano es un leñador, o que trabaja en un aserradero, pero el tractor nos devuelve al estereotipo de campesino, solo que aquí entra otra duda: las lluvias. No es tiempo de arado, como tampoco es tiempo de cosecha. Habrá que ver el uso del tractor. Quizás nos estemos aventurando mucho. El tractor es simple y sencillamente un medio de transporte. Quizás. Los tres se suben a la maquina de uso agrícola. Jelipe o Toño, no sabemos cuál es cuál, maneja. A Cipriano, que va sentado detrás, le molesta el bulto que trae a su costado izquierdo. No es que hubiéramos interceptado los pensamientos de Cipriano, sino que la cara húmeda de descontento, y el continuo acomodo y reacomodo de su costado izquierdo nos lo indica. Llegan a una intersección con la carretera. Jelipe o Toño, no sabemos cuál, detiene el tractor. Los tres, como si fueran autómatas, realizan diferentes actos. Cipriano sustrae del tractor unas cuerdas y se las avienta a uno de los dos, Jelipetoño, o Toñojelipe. Éste las recoge y con ellas amarra unos troncos, mientras que el otro pone en reversa el tractor. Aquí de nuevo se nos viene a la mente el trabajo de estos tres: leñadores. Pero son solo especulaciones. Cipriano le grita al del tractor, «Muévelo, dale… dale, ya saliste». El tractor avanza unos metros sobre la carretera para detenerse justo treinta metros antes de una curva. Cipriano y el otro, van detrás de él. Colocan los troncos sobre el asfalto. Los acomodan atravesados para impedir el paso de cualquier vehículo de motor. Cipriano, Jelipe y Toño se sientan sobre los troncos. Cipriano saca de su costado izquierdo un arma, una escopeta recortada. Cipriano, fumando y bajo la lluvia, está esperando el primer par de luces que den vuelta por aquella curva.
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Coitus interruptus en la playa

Se acerca ese cerro, o yo me acerco a él. Mis lentes oscuros son como una barrera ante los rayos del sol, mismos que queman mi brazo derecho. Aún así, disfruto del paisaje. El ruido del motor aunado al viento que entra por las ventanillas me relaja. Me relaja pensar que pronto estaré en la playa.

Con todo y que yo no voy conduciendo, me siento con plena libertad… mi mente es la que se siente con plena libertad, y me lo está demostrando: sexo en la playa con la primer chica que se me atraviese, cervezas al por mayor, descanso en la arena, nadar sobre las olas. Después de barajar estas opciones, mi cerebro se decide por la primera: sexo en la playa con la primer chica que se me atraviese.

Así va a ser: dejaré mi camastro para caminar por la arena mientras la puesta del sol ilumina mi piel bronceada, dándome un aspecto de galán de revista de modas. Claro que mi cuerpo, ahora nada agraciado, cambia para bien, en mi cerebro. Hay que recordar que estamos en el asiento de copiloto de un coche con rumbo a la playa, y lo único que escucho es el ruido de motor y el viento en las ventanillas, por lo que mi cerebro proyecta una imagen de mí muy diferente a lo real.

Entonces, mi cerebro proyecta un “yo” caminando con mi cuerpo bronceado durante la puesta del sol. Entonces veo a una chica que tiene nombre de Laura. Me presento con una sonrisa y compruebo que se llama Laura. Le digo algo gracioso para que se ría (por supuesto que ese algo gracioso es algo que no lo sé aún, ya que estoy en el asiento del copiloto en un carro…). Laura se ríe. Después de carcajearnos (las cosas graciosas y las bromas abundan) pongo de pretexto que el sol me quemó de más la espalda, por lo que me arde, y necesito de urgencia ponerme crema en la espalda y la crema está en mi habitación de hotel. Ella contesta que no me preocupe, que un su bolso de playa tiene un bote de crema. Por arte de magia (mi cerebro entra en acción), Laura no encuentra su bote de crema en su bolso, por tanto tendremos que subir a mi habitación… y como yo no me alcanzo la espalda, Laura tendrá que ponerme la crema.

Entramos al cuarto y le ofrezco una cerveza. Ella acepta. Saco un bote de crema y le ofrezco ponerle a ella primero. Acepta y se quita la parte de arriba de su bikini. Veo sus grandes y jugosos pechos, mismos que me muestra sin pudor, orgullosa de lo que tiene. Se recuesta sobre la cama mientras yo me acerco para besarla…

(Aquí entra la música)

 

— ¡¿Qué chingados haces, pendejo?!
— Pues poner música, baboso, tú que crees. Me estaba aburriendo con esta manejada.
— No me chingues, ¡ya iba a coger!
— Jajajajaja, ¿coger con quién, baboso?
— Con una nena bien buena, en un hotel. De verdad, apaga tu pinche música.
— No, cabrón. A mí me gusta.
— Puta madre, contigo, cabrón… que se me va la Laura.
— ¿Cuál pinche Laura, cabrón. Para mí que estás alucinando?
— Imaginando, baboso, imaginando, que es muy diferente.

(Aquí apagar la música)

Apagué, enojado, el estéreo del coche y volví a sentir el sol, el viento y el ruido del motor en la carretera… poco después entré a la habitación del hotel. Laura ya se había ido.

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Bacterias culpables

Sólo por esta ocasión no usaré el elevador. Son las 7:30 am y sé que son siete pisos y que me dirijo hasta la planta baja, pero no lo usaré hoy. No al menos esta mañana. Usaré las escaleras como todo buen deportista, situación que ni yo me la creo.

No tiene nada de malo bajar por las escaleras, es más, creo en eso de cambiar la ruta a tu trabajo para estimular el cerebro. Aunque aquí, en este caso sólo sea bajar y salir del edificio, la variación a mi rutina traerá beneficios incalculables en el número de neuronas activas. Saliendo del edificio no cambiaré la ruta en mi coche por la simple y sencilla razón de que no tengo tiempo; voy tarde para mi trabajo.

¿Entonces por qué no bajar por el elevador siendo que es una de las maneras más rápidas para descender metros? Por Griselda. Griselda es mi vecina y ella es la culpable de que sólo por esta ocasión no use el elevador. Griselda me gusta. Y no es que la trate de evitar. Bueno, hoy sí.

Dije que Griselda es la culpable, pero corrijo: las cajas con papeles que yo cargaba dentro del elevador fueron las culpables. Aunque también pudo haber sido otra cosa, como las bacterias. Es más, estoy seguro de que fueron las bacterias. Las bacterias aunadas a los nervios. Aunque pensándolo bien fue la mano de Griselda. Sí, eso fue, ya que si no es porque me extiende la mano, yo no hubiera tenido que dejar las cajas con papeles en el piso del elevador. Sí, la mano de Griselda provocó que yo tuviera que agacharme. Ya sé… agacharme fue el culpable.

Tengo que decidirme. Ya son las 7:45 y no tarda en abrirse la puerta del elevador. Y no es que yo lo haya llamado, sino que Griselda ya sabe que siempre estoy en este piso y por tanto siempre presiona este nivel para darme los buenos días.

Ya va descendiendo el elevador: se enciende la luz del piso doce, pasa al once, y luego al diez… es momento de decidir… nueve, ocho, siete… no tarda en abrirse la puerta… seis, cinco…

Sí, sólo por esta ocasión no usaré el elevador. Las malditas bacterias fueron las culpables de descomponer la comida en mi estómago… las malditas bacterias fueron las causantes de que esta mañana baje por las escaleras sin ver a Griselda. Esas bacterias que provocaron la inflamación de mi estómago y que Griselda dijera: “Qué asco”. Malditas bacterias.
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El Director no dijo nada; siguió leyendo

Nota: estos cuentos, además de publicarse en los blogs mencionados arriba, ya fueron publicados en libros con sus respectivos derechos de autor y todos a nombre de Carlos Martín; además, cuenta con más cuentos que cuenta… 

Hoy soy nostálgico

La chica es de Sugarcuts

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