Neurona creativa
No sabemos por qué ni cómo pero el Director se topó con un blog ―que todavía existe, pero ya no se actualiza— en donde publicaba cada semana. Era Cuentaletras. Y ya encarrilados, recordó que también publicó otros. En HD-B. Al Director le agarró la nostalgia.
Y, por puro gusto, pondremos aquí algunas de las colaboraciones de nuestro Director (el post quedará demasiado largo; pero no importa). Por cierto, esta entrada no es una pedrada a Peña Nieto y su estulticia:
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Con el índice
Me acuerdo y me da risa. De ese tipo de risa maliciosa; por la que tu madre se da cuenta de tus travesuras; “¿De qué te ríes mocoso? Te conozco mocoso… algo hiciste”. ¡Con el índice!, ni yo me la creo.
Seis treinta de la madrugada. Me desperté temprano después de haber asistido a una fiesta privada ─demasiado privada: Yo, una de vodka y mis cigarros─. Encendí un tabaco. Desayuné un café con aspirinas y me dispuse a pensar en lo que haría esa mañana, siempre y cuando fuera ir a la oficina. Estúpido trabajo, pinche vida.
Ni me bañé. En un termo puse hielos, vodka y agua quinada; agité y bebí un sorbo.
Aquel día, por la mañana, no tenía tanta risa. Parecía que antes de salir, todas las cábalas se me hubieran juntado: pasar por debajo de una escalera, que un gato negro pase frente a uno, romper mil espejos, y demás…
Iba con mi preciado termo y ojos lagañosos. Pinche lluvia. Eran de esas tormentas raras, de madrugada. Mi coche, que estaba en la acera de enfrente, tenía una llanta ponchada. Pinche coche.
El metro estaba aperrado. El olor a sudor de la gente mugrosa, debido a la lluvia, se elevó a la enésima potencia; con la resaca que tenía no aguantaba las ganas de devolver el estómago. Gente cochina; al menos yo expedía un olor agradable: vodka. Bebí otro sorbo.
En la oficina, debido a la tormenta, hubo un apagón. Pinches elevadores… pinches escaleras. Después de no sé cuantos escalones y ocho pisos llegué a mi oficina ─ bueno pues, cubículo, sin ventanas, frente a un nerd y al lado de un gordo; pinche Gordo, me cae bien─.
─ Qué onda Lupita─ le dije a mi secre… de todos… la recepcionista pues.
─ Ah, hola. Que frío ¿verdad? Ha de ser por la lluvia y que estamos en invierno ¿no? ─ pero que inteligencia la de esta mujer, deberíamos de enviarla a la NASA, aquí se está desperdiciando la pobre; al menos tiene un buen trasero.
─ Sí, que frío.
─ ¿Traes chocolatito en tu termo? ¿Me regalas tantito?
─ Traía chocolatito, ya se me acabó, cómo vez; ahi pa´ la otra ¿no? ─ tengo que conseguir más de esta medicina si quiero aguantar toda la mañana.
El Gordo me recordó de la junta con la licenciada.
¿Les comenté que no soportaba a mi jefa? La licenciada. Era una perra en el trabajo. Fuera de la oficina se portaba muy bien, excelente anfitriona, muy inteligente y de buen gusto. Pero en el trabajo…
Pinches escaleras, cuatro pisos más arriba. El Gordo y yo subimos tan rápido, tanto como un obeso y un crudo pueden subir.
─ Entonces qué pinche Gordo ¿cuándo nos vamos de parranda otra vez?
─ El viernes, saliendo de aquí ¿no?
─ Simón, ya rugiste.
En la sala de juntas éramos unas doce personas. La licenciada no había llegado. Ya me imagino el pretexto: “una disculpa, debido a la lluvia el tráfico estaba espantoso”, muy lista la tipa.
─ Una disculpa, el tráfico estaba espantoso, qué tormenta ¿no? ─ qué les dije. Méndiga vieja, se acaba de levantar.
La licenciada pasó frente a todos y se quitó su saco; lo único que la cubría era una pequeña blusita color rosa que ─gracias a la lluvia, bendita lluvia─ dejaba ver sus perfectos senos.
─ ¿Ya viste? Tiene frío.
─Ja ja ja, pinche Gordo.
Yo estaba embelesado con la belleza de esa mujer. No la escuchaba, solo contemplaba. La tormenta matutina le arrancó los kilos de maquillaje y aplastó su cabello a la cabeza y a sus hombros. Excelsa belleza de mujer saliendo de la alberca de un gran hotel frente al mar, con el cabello relamido, sin maquillaje, con pequeñas gotas esparcidas por todo su rostro y de fondo las palmeras, nunca mejor dicho.
La licenciada seguía hablando. El gordo también. Yo no estaba escuchando. Yo observaba los dos puntos que sobresalían de aquella blusa color rosa. Comencé a temblar, algo inquieto. Con indecisión me paré. Sin respirar me acerqué a la licenciada y, como si fuera a llamar a la puerta de una casa, con el dedo índice toqué uno de sus pezones.
No, no me quedé sin trabajo; ahora vivo mejor, ya no me expreso con tantos pinches ─bueno, al gordo sí─, y ahora utilizo el índice y el pulgar con mi querida licenciadita.
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Yo soy luchador
“Yo soy luchador” les decía. “Soy luchador profesional”. Sus reacciones eran risas, comentarios cómicos, otros se referían a una nueva etapa de mi subconsciente creativo. Deambulé por el local sin rumbo fijo. Saludando de doble beso en la mejilla a todas las damas, y de un fuerte ─pero frío─ abrazo a los hombres del lugar. Me presentaron gente “importantísima” en el mundo de las bellas artes. La noche fue muy larga, hasta que unas mujeres, entre ellas Warwick, me invitaron a otra fiesta, en “mi departamento”. Pero yo vivo en una vecindad, les dije. Solo se rieron y comentaron que era un modesto de lo peor. Fue un degenere, aunque ahora las disfruto ─las fiestas y mis amigas por igual.
Al siguiente día amanecí en “mi” departamento. Mis amigas estaban a mi lado, en la misma cama. “¿A qué hora comienzas a trabajar?” Me preguntó una de ellas. La verdad yo no consideraba un trabajo lo que hacía. Entrenaba en el gimnasio todos los días, aunque me tomaba mis cervezas los viernes y sábados, pero el domingo peleaba en la Arena Coliseo. Tardé en comprender que se refería a mis pinturas, mis creaciones. Me llevó hacia el “estudio”, que para mí era un patio cubierto con algunas macetas, donde se encontraban algunos dibujos de desnudos y varias pinturas sin terminar. Sin soltar comentario alguno se desnudaron y posaron para mí. No me salían los trazos, culpé a los nervios, ya que después ─meses después─ logré realizar, según los críticos, la más grande obra maestra contemporánea.
En una ocasión Stella Warwick me preguntó por mi obra personal, privada. Yo no supe a qué se refería. Me dijo que era mi pasión más profunda y que nadie jamás había podido verla, que estaba reservada solo para mis ojos. Que la tenía mi madre.
Entonces me dirigí a la que supuse era la casa de mi madre. Ni saludé, solo le pregunté por la pintura, me dijo que estaba en mi recamara. Busqué en todas las habitaciones hasta que di con un mural. Toda una pared hecha una obra maestra, una pintura bellísima. Allí estaba yo, con mi máscara, saltando desde las cuerdas contra mi adversario en una Arena Coliseo totalmente llena.
Debo admitir que me costó tiempo y esfuerzo adaptarme al “selecto grupo de creadores y amantes de las bellas artes”. No porque fuera difícil captar el talento de los artistas, o porque mi inspiración y mi genio estuvieran en lo más profundo de mi cerebro. Lo que me costó tiempo y esfuerzo fue olvidar el ringside, las luchas; las llaves y las hurracarranas. El domingo pasado asistí a la Arena Coliseo. Por el lado de los Técnicos peleó el Artista, con su máscara haciendo alusión a una de mis pinturas.
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Los ojos de Mariana
Solo sus ojos tienen movimiento. Solo con sus ojos intenta comunicarse con los suyos. Solo con sus ojos demuestra el agrado o desagrado a lo que le dieran o hicieran.
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Jamiroquai
—Se lo digo en serio, oficial, yo no soy cómplice…
—Pero qué terco eres. Ya vimos la grabación y se ve claramente que pasas en tu coche cuatro veces antes del asalto, de seguro para revisar que no hubiera vigilancia.
—Sí, sí es mi coche…
—Pues claro que es tu coche, pendejo. A poco me vas a salir con la pendejada que sí es tu carro pero que te lo robaron y que con ése asaltaron la tienda.
—No se burle, oficial.
—Me burlo cuando quiera y de quien quiera, pendejo.
—Lo que quiero decir es que sí es mi coche, sí soy yo manejando, pero yo no robé el Oxxo, de verdad.
El Gordo, el oficial de policía que detuvo a Gonzalo tras el asalto al Oxxo, le arroja el resto de su café al detenido en la cara. Gonzalo, bastante asustado, llora de rabia.
—Ya, cabrón, admite que tú y tus pinches amigos asaltaron el Oxxo.
—Que no… que yo no lo hice, yo no sé quién chingados asaltó el Oxxo, yo sólo iba a llegar a comprar unos cigarros y unas cervezas… chingado.
—Aquí no vengas a decir “chingado”, porque te lleva la chingada… y, con una chingada, ¡Confiesa, hijo de la chingada!— la voz del Gordo resonó en aquél cuarto especial para detenidos, que no era más que un cuarto con una mesa, dos sillas, un bote de basura (sin nada dentro) rodeado de basura.
Gonzalo no hace más que pensar en que en este momento estaría escuchando música y tomando cervezas con Mariana, una amiga con la que se quedó de ver en su departamento para poner música. Pero sólo piensa, porque la cita era a las 8:30 de la noche. Ya son las 11:00.
—De verdad, oficial, yo sí pasé cuatro veces por el Oxxo, pero cuando me decidí a entrar, salió el cajero a decir que los habían asaltado y de repente llegó la policía.
—Ahora me vas a salir con estuviste en el lugar equivocado a la hora equivocada.
—Sí, mi oficial.
—A ver, mi recabrón, explícame por qué chingados pasaste cuatro veces por el Oxxo sin entrar.
—Es que le tengo miedo a los Oxxos… y no nomás a los Oxxos, también a los Sevens, a los Jotaves y a todas las tiendas como esas.
—Y cómo chingados es que le tienes miedo a los Oxxos, explícame eso que de verdad no me queda claro.
—Es que hace años iba entrando a uno cuando lo estaban asaltando, y pues que me agarran y me asaltan a mí también. Desde entonces no me gusta ir a esas tiendas. Las primeras tres veces no me animé a entrar porque había gente sospechosa, gente que pudiera asaltar la tienda… o a mí. Esa es la razón, oficial.
El Gordo se le queda viendo con una sonrisa, incrédula, a Gonzalo. Gonzalo piensa que ya se ganó al obeso oficial y que pronto saldrá y le llamará a Mariana para explicarle todo. Pero el Gordo interrumpe:
—Ni madres pendejo, a poco crees que me voy a creer tu pinche cuento. Aquí te quedas. Y más vale que me pases los nombres y domicilios de tus amigos, porque esto va para largo— el Gordo toma de los cabellos a Gonzalo y lo saca del “cuarto de interrogación”.
Lo trasladan a una celda en donde hay más detenidos. Gonzalo se sienta en el piso. Piensa que debió de llegar desde la primera vez al Oxxo. También piensa que lo más prudente habría sido evitar los Oxxos y comprar las cervezas en la tienda de la esquina. Pero también piensa que en esas tiendas las ratas orinan sobre las latas. Y que no invitó a Mariana a un bar porque los meseros no se lavan las manos y escupen dentro de las cervezas. Piensa que lo mejor es estar encerrado en la cárcel alejado de todas esas situaciones, aunque luego ve a uno de sus compañeros de celda… quien tal vez es un violador.
Él lo sabe. Lo sabe aún viendo que en la mesa hay gasas, vendas, material para suturas y antibióticos, todo para curaciones, y sabe que son para él. Sabe que va a morir, pero no pronto. Lo supo al ver la cara del padre de la niña que violó en repetidas ocasiones para después enterrarla, viva, en un despoblado. Sabe que va a sufrir. Acaba de ver que su verdugo, que a propósito, es médico, colocó sobre la mesa un tubo de 60 centímetros en cuya punta hay una docena de clavos soldados para la ocasión.
Envidias particulares
Ése es su secreto, todo mundo tiene uno. Esa chiquilla va a crecer a la sombra de una madre que la odia. Y no sólo ella. El señor que me da la espalda en este momento es tan inseguro que le heredó, transmitió, la inseguridad a su obeso hijo de seis años. “Pobre de mi hijo, lo golpean y lo maltratan sus compañeritos, va a sufrir mucho en la adolescencia” se dice el gordo sujeto.
Ese es su secreto y yo ya lo descifré. La señora de allá también tiene lo suyo, su hija es demasiado soberbia y pretenciosa, igual que la madre, la cual tiene miedo de que su niña se enamore de un patán como su marido, pero no se lo va a decir, porque tiene que guardar las apariencias. Otro secreto.
Incluso la directora es una solterona amargada que necesita urgentemente una relación sexual —que ni se le ocurra voltear para acá—, aunque tiene que guardar las apariencias que una monja, requiere.
¿Yo? No, no tengo secretos, al menos no importantes, si así pudiera llamarles. A mi lado tengo a mi hijo, de cinco años, y no le reprocho nada, aunque tampoco lo animo en sus asuntos y eso, para mí, no es ningún secreto; es normal. Pero desearía tener alguno. Debo de inventarme uno, por puro orgullo mental y social. Me da envidia la gente que si los posee.
Tal vez mi secreto sea que no tengo secretos que guardar.
Y todo por aprovechar el momento, la situación, el desquite. Por eso el pinche Gordo me quiere matar, por manchado- yo, no él.
Aunque hace unos días escuché (todavía poseo ese sentido) que me quería, al menos, cortar las dos orejas (como si yo fuera un bravo toro de lidia, que de bravo no tengo nada), además de que quería disparar su calibre 45 a medio centímetro de mi oreja, y que, por azares del destino o por pura y mera casualidad la bala se desviara ese medio centímetro, no sería culpa del Gordo, sino mía… eso escuche, que todavía lo hago, insisto.
Maldita ley del talión, ojo por ojo, oreja por oreja. Pero suplico, yo lo patee en la izquierda, y, que yo sepa, por ese hoyo carnoso todavía puede escuchar.
Y todo por ser un maldito aprovechado. Si tan sólo le hubiera pateado el costado o una pierna yo estaría sufriendo una costilla rota o un moretón, no una mutilación auricular.
El momento… en el momento uno no piensa las cosas. Pero es que el pinche Gordo es tan buen jefe, de esos que todo lo perdona. Incluso es llevado y aguanta la burla con el grupo. Los apodos no le molestan ni los golpes de cuates. Pero ese día… ese día.
Ese día el Gordo, nuestro jefe, tuvo la mala fortuna de contar un mal chiste, situación que un pinche resentido del grupo (y no fui yo, aclaro) aprovechó para gritar: “Pamba por pendejo”.
Ese día que escuché cómo su oído izquierdo tronó como cuando aplastas un alacrán con la planta de la bota… ¿o sería su oído derecho el que escuché?
Me paro en el siguiente semáforo. Espero a que el coche de atrás me apure. No sucede nada. La chica que va conmigo lleva una minifalda gris. Me gusta su faldita gris. Veo sus piernas. Un par de luces altas me encandilan por el espejo retrovisor. Acelero, mareado por el vino tinto.
Hipnotizado, veo las luces direccionales del coche que va frente al mío. Me gustan porque son amarillas. No me gustan las luces de freno. Detengo mi auto. De nuevo, la chica comienza a hablar. Mi vista sigue observando su falda gris y el par de piernas que de ella salen.
—Dalton, ¿te gusta mi falda roja?— me pregunta la chica de la falda gris… Pinche burla del destino… pienso.
El coche de atrás hace sonar su claxon. Sé que el gris se apagó. Se encendió el verde en el semáforo. Presiono el acelerador de mi auto deportivo, que apropósito es gris… quiero creer que es gris.
─Sí joven José, díganos cuál es el significado de la palabra “nudibranquio”, “nu, di, bran, quio”. Tienes treinta segundos para responder. Silencio en el público.
─Ehhh… viene de nudo ¿no?, y de branquios, o sea que un nudo en los branquios o bronquios, nudo en la garganta pues… ¿no?
─¡Pues no mi querido Pepe! “nudibranquio” significa… pérame… ah, aquí esta: relativo a un orden de moluscos gasterópodos marinos, sin concha y con branquias descubiertas dirigidas hacia atrás. Lo siento, tienes cien puntos menos… y ¿esto qué nos indica? Claro, ¡te vas al recorrido de la muerte! Vamos deseándole suerte a José, todos con las manos, aplaudiendo.
Méndigo bato, cómo disfruta viéndome sufrir, y mi novia allí en el público a risa y risa. No sé cómo acepté venir a este estúpido programa, me cae.
─Párate aquí mi Pepito. Dime, antes de comenzar, ¿es tu novia aquel bomboncito que está sentada allá arriba?
─Sí, Gloria, ¡hola miamor!
─¡Hola Bomboncito!
─¿Bomboncito? Si eres un palo, ¿o no público?
─Palo es lo que te voy a dar si sigues fregando… Sí, hazte pendejo, como si no me hubieras escuchado, méndigo gordo.
─Si te escuché cabroncito, y sí sigues mamando no te la vas a acabar, aquí se hace lo que yo digo.
─Uyuyuy, qué miedo, pinche marrano.
─Vamos aplaudiéndole la Gloria para que pase aquí al escenario.
─¿Ya vas a mamar cabrón? Nomás que te pases con ella.
─Tú tranquilo pinche Pepito, que si no te hago pasar el peor ridículo de tu vida.
─Hola preciosa, dinos tu nombre completo, a mí y a la cámara.
─Hola, Rosa Gloria Celeste Prieto.
Pinche Gloria, así son todas las viejas, ya deja de volarte con el marrano. Estoy esperando un besito, aunque sea. Ya quita esa sonrisa estúpida. Sí, ya saliste en la tele, ¿contenta? Ya abrazaste mucho al marrano…
─…o no Pepito?
─Perdón, estaba distraído, ¿qué pasó?
─Si, que aquí Rosita, con ese cuerpo de modelo que tiene, puede trabajar de edecán en el programa, ¿verdad público? ¿Rosita o Gloria? Cómo quieres que te digan, mi reina.
─Gloria está bien… mejor Bomboncito, como me dice Pepe.
Qué, ¿ya no soy Pepito? Pinche vieja, cómo cambia con la fama. Así son las viejas, nomás ven lana y a ya se olvidan de uno.
─Ok, Bomboncito, tú vas a ser la edecán esta noche apoyando con porras a José… que se dirige ¿a dónde público?… Correcto, a nuestro famoso “Recorrido de la muerte”.
─¡Vamos miamor! ¿Así están bien las porras Don Porky?
─Claro reinita. Un poco más de ganas y estarás del otro lado, ahora lee las instrucciones del recorrido de la muerte, fuerte y claro pa´ quel público te entienda.
─Ta bien: El sujeto en cuestión iniciará el recorrido…
─No reinita, aquí es cuando dices el nombre del concursante, o sea Bombón Pepe… no se rían público, se está enseñando la pobre.
─Otra vez, pues: Bombón Pepe, mi Pepito, iniciará el recorrido en el sendero arácnido. Después pasará por la fosa de las sangüelas, o sansarangüelas… a no, sanguijuelas, perdón, y por último entrará a la jaula de los gatos salvajes, donde tendrá que rescatar a un canario… Ánimo Bomboncito.
─Tan locos si creen que voy a hacer todo eso por mil baros, váyanse a la mierda, y tú, mendiga vieja volada, ahi te ves.
─Calma público… es solo una crisis de participante, veamos, ¿Quién quiere tomar el lugar de Pepe?
─Yo Don Porky, yo…
─No reinita, tú te quedas a mi lado, para ti tengo otros planes- Bien, seguimos jugando a: “El recorrido de la muerte”. Un aplauso para nuestra nueva edecán: Rosa Gloria Celeste prieto.
Recuerdo el primero, hará unos seis meses, allí estaba el muy cabrón paseándose por mi sala, muy campante. No lo reconocí al primer momento, pero un instante después, antes de que yo sacara mi arma, volteó y me sonrió, pero no era una sonrisa normal, no. Era de burla, de venganza fría. Era Pepe. Vi el orificio de bala en su pómulo izquierdo, la misma bala que le metí hace cuatro años. La misma bala que lo mató.
Claro que me asusté. Culpé a mi cerebro, una alucinación, al alcohol, a la mota, a las luces que entraban por la ventana, a lo que fuera. Pero allí seguía, hasta movía sus labios como queriéndome decir algo. En mi inmovilidad intenté escuchar algo: “Siento caliente la cara”, me decía, “de este lado, y como que me escurre agua, o no sé qué por la mejilla”.
Salí corriendo, bajé las escaleras del edificio en tres segundos, y seguí corriendo por la calle hasta que el cansancio me detuvo. Intenté calmarme, en vano.
Me instalé en casa de mi madre por unos días. “Por no ir a misa” me decía. La muy santa no sabía a qué me dedicaba. En ese barrio conocí a Laurita, una vecinita muy bien. Me ayudó a distraerme.
Una Tarde regresé al departamento. Antes de abrir la puerta escuché música, corridos norteños. Entré y vi bailando a los hermanos Larios, a los tres. Se estaban tomando mis botellas de Tequila. Igual que hace tres años en su casa de campo, solo faltaban las pirujas. “Pásale, carajo, chíngate un trago”. “No, gracias” les dije, miré el charco de sangre que cubría el piso de la sala y me retiré.
Laura me recomendó ir con un psicólogo. También me insinuó un exorcismo. No me ayudó en nada. Por mis destos decidí regresar al departamento.
Allí estaban Pepe y los Larios, cada cual en lo suyo. El primero se tocaba su mejilla y los otros seguían bailando, muy campantes. Entré a mi habitación y en mi cama estaban teniendo sexo Don Jorge y su querida, ella se quejaba de un dolor que le entraba por la espalda y le salía por el seno, él decía que se había quedado ciego del ojo derecho. Ninguno de los dos notó la sangre. Me metí a bañar, no sin antes batallar para sacar al Cholo, que se veía en el espejo; extrañado se tocaba una mancha roja a la altura del corazón.
Cuando salí de la ducha, aquello, mi departamento, era una multitud. Allí estaban todos, paseándose como Juan en su casa, que a propósito me pidió unas aspirinas para el dolor de cabeza; recordé los tubazos que le metí en el cerebro hace unos meses. No faltaba ninguno. Saqué una colchoneta del armario y me acosté en la terraza. No dormí. A cada rato me pedían cosas, me invitaban a la pachanga, o simplemente se quejaban… en mi oído.
No pasó mucho tiempo para que Laurita notara que esto era serio. Trataba de distraerme, de hacerme sentir bien. Me invitaba al cine, a un restaurante, a lo que fuera con tal de no pensar en mis fantasmas. Ayer me llamó para invitarme a una fiesta, me prometió que sería la mejor fiesta que jamás hubiera asistido. Me rehusé a la invitación ya que a dicho festejo asistirían algunas personas a las que yo les debía ciertos muertitos. Eran parientes, hijos, cónyuges amigos o padres de mis fantasmas particulares.
Apenas es mediodía y ya no soporto a mis “invitados”. He decidido llamarle a Laurita; he decidido dejar a mis fantasmas Quiero ser el fantasma de alguien más.
─Sí, bueno. Hola Laura, ¿Dónde es la fiesta que me prometiste?
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Jhon Malcovich
Siempre pasa cuando giro la chapa de la puerta de manera contraria. Esto es, cuando llego dormido, en la baba, o borracho. Recuerdo la primera vez que ocurrió. Llegué del trabajo como a las once de la noche, cansado, saqué mi llave y la introduje, gire la mano hacia el lado contrario de las manecillas del reloj para enseguida deslizarme por un túnel mental y posicionarme en el cerebro de alguien, esa primera ves fue de un policía:
─¿La Lupe?─Ah, le habla al otro policía ¿Otro policía?
─Sí, fregón ¿no? A ver, espérame. Sí, doceochenta, en camino al sitio del delito, en unos minutos llegamos ya vamos en camino ─¿En unos minutos? Ni siquiera nos movemos, se están tragando unos tacos
─Ya, enciende la patrulla, luego platicamos de la Lupe ─ Hasta que. El delincuente ya ha de estar lejos y ustedes dos aquí hablando de secretarias buenísimas… ¿Cómo demonios me salgo de aquí?
─Puta, esta patrulla quedó bien fregona, ve no más a cuanto vamos─ Bájale güey, nos vamos a matar.
─Sí güey, písale más ─¿Y tú dándole alas a este engendro de Ayrton Senna? Frena, frena… hijo de la…
─Buenas, buenas ¿Qué fue lo que pasó aquí?
─Un asaltante, todavía lo alcanzan oficial. Se fue por allá.
─Uy señora, primero tengo que tomarle sus datos para saber que fue lo que pasó aquí ─Méndigo gordo, para mí que no quieres correr por la atragantada de los tacos, qué cínico… ¿Cómo salgo de aquí? No aguanto más, ¡ya!
─Pero se les va a escapar ─Se les va escapó…
─No se preocupe, ahorita van otras unidades a buscarlo. Ahora bien, ¿qué fue lo que pasó? Espéreme tantito. Pareja, tómele los datos a esta señora, voy a la patrulla a quitarme un pedazo de carne que tengo entre los dientes─Qué puerco, un momento, se va a ver en un espejo, me voy a ver en un espejo… Qué terrible, no sé si pueda vivir con este trauma.
─Quiúboles mamacita ─¿Mamacita?
─¿Qué se le ofrece?¿Servicio completo?¿O nomás sencillo? ─¿Servicio completo? ¿Sencillo? Oh no… Soy una prostituta…
No quisiera ahondar en detalles, solo que en la habitación del motel que estaba había un espejo redondo en el techo. Igual. Aparecí vomitando en el excusado, observé mi reflejo y ya no tenía ni la bolsa al hombro, ni la ¿minifalda? si a ese pedazo de tela se puede decir así. Qué mala experiencia. Es todo lo que puedo decir.
─De nada Licenciado.
─Oye, hay que tener más cuidado, mi mujer ya se las huele─Hijo de la… qué poca madre─ Se enteró de la otra noche que salí muy tarde de aquí, del emepe, alguien le dijo─Ya sé quien eres, o mejor dicho, ya sé quien soy. Viejo rabo verde. Bien, que comience la acción. Bésala, ánimo─Que bien se ve hoy Lupita─Eso, así se hace, ahora agárrale una teta.
─¿Usted cree licenciado? Usted no se queda atrás. Que guapo está.
─¿De verdad me veo bien?─ Oh no, no, no busque un espejo. Apenas se va a poner bien, chale…
Esa noche al terminar de vomitar hice un experimento. Rápido corrí hacia fuera de mi casa, introduje la llave en la chapa, giré hacia el lado contrario de las manecillas del reloj… túnel… cerebro…
─… Bien, ¿dónde nos quedamos? Ah sí. Le iba a agarrar una bubi a la lupita─ Aquí no licenciado, pérece… me duele─Ay no, soy Lupita…
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Se acerca ese cerro, o yo me acerco a él. Mis lentes oscuros son como una barrera ante los rayos del sol, mismos que queman mi brazo derecho. Aún así, disfruto del paisaje. El ruido del motor aunado al viento que entra por las ventanillas me relaja. Me relaja pensar que pronto estaré en la playa.
Con todo y que yo no voy conduciendo, me siento con plena libertad… mi mente es la que se siente con plena libertad, y me lo está demostrando: sexo en la playa con la primer chica que se me atraviese, cervezas al por mayor, descanso en la arena, nadar sobre las olas. Después de barajar estas opciones, mi cerebro se decide por la primera: sexo en la playa con la primer chica que se me atraviese.
Así va a ser: dejaré mi camastro para caminar por la arena mientras la puesta del sol ilumina mi piel bronceada, dándome un aspecto de galán de revista de modas. Claro que mi cuerpo, ahora nada agraciado, cambia para bien, en mi cerebro. Hay que recordar que estamos en el asiento de copiloto de un coche con rumbo a la playa, y lo único que escucho es el ruido de motor y el viento en las ventanillas, por lo que mi cerebro proyecta una imagen de mí muy diferente a lo real.
Entonces, mi cerebro proyecta un “yo” caminando con mi cuerpo bronceado durante la puesta del sol. Entonces veo a una chica que tiene nombre de Laura. Me presento con una sonrisa y compruebo que se llama Laura. Le digo algo gracioso para que se ría (por supuesto que ese algo gracioso es algo que no lo sé aún, ya que estoy en el asiento del copiloto en un carro…). Laura se ríe. Después de carcajearnos (las cosas graciosas y las bromas abundan) pongo de pretexto que el sol me quemó de más la espalda, por lo que me arde, y necesito de urgencia ponerme crema en la espalda y la crema está en mi habitación de hotel. Ella contesta que no me preocupe, que un su bolso de playa tiene un bote de crema. Por arte de magia (mi cerebro entra en acción), Laura no encuentra su bote de crema en su bolso, por tanto tendremos que subir a mi habitación… y como yo no me alcanzo la espalda, Laura tendrá que ponerme la crema.
Entramos al cuarto y le ofrezco una cerveza. Ella acepta. Saco un bote de crema y le ofrezco ponerle a ella primero. Acepta y se quita la parte de arriba de su bikini. Veo sus grandes y jugosos pechos, mismos que me muestra sin pudor, orgullosa de lo que tiene. Se recuesta sobre la cama mientras yo me acerco para besarla…
(Aquí entra la música)
— ¡¿Qué chingados haces, pendejo?!
— Pues poner música, baboso, tú que crees. Me estaba aburriendo con esta manejada.
— No me chingues, ¡ya iba a coger!
— Jajajajaja, ¿coger con quién, baboso?
— Con una nena bien buena, en un hotel. De verdad, apaga tu pinche música.
— No, cabrón. A mí me gusta.
— Puta madre, contigo, cabrón… que se me va la Laura.
— ¿Cuál pinche Laura, cabrón. Para mí que estás alucinando?
— Imaginando, baboso, imaginando, que es muy diferente.
(Aquí apagar la música)
Apagué, enojado, el estéreo del coche y volví a sentir el sol, el viento y el ruido del motor en la carretera… poco después entré a la habitación del hotel. Laura ya se había ido.
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Bacterias culpables
Sólo por esta ocasión no usaré el elevador. Son las 7:30 am y sé que son siete pisos y que me dirijo hasta la planta baja, pero no lo usaré hoy. No al menos esta mañana. Usaré las escaleras como todo buen deportista, situación que ni yo me la creo.
No tiene nada de malo bajar por las escaleras, es más, creo en eso de cambiar la ruta a tu trabajo para estimular el cerebro. Aunque aquí, en este caso sólo sea bajar y salir del edificio, la variación a mi rutina traerá beneficios incalculables en el número de neuronas activas. Saliendo del edificio no cambiaré la ruta en mi coche por la simple y sencilla razón de que no tengo tiempo; voy tarde para mi trabajo.
¿Entonces por qué no bajar por el elevador siendo que es una de las maneras más rápidas para descender metros? Por Griselda. Griselda es mi vecina y ella es la culpable de que sólo por esta ocasión no use el elevador. Griselda me gusta. Y no es que la trate de evitar. Bueno, hoy sí.
Dije que Griselda es la culpable, pero corrijo: las cajas con papeles que yo cargaba dentro del elevador fueron las culpables. Aunque también pudo haber sido otra cosa, como las bacterias. Es más, estoy seguro de que fueron las bacterias. Las bacterias aunadas a los nervios. Aunque pensándolo bien fue la mano de Griselda. Sí, eso fue, ya que si no es porque me extiende la mano, yo no hubiera tenido que dejar las cajas con papeles en el piso del elevador. Sí, la mano de Griselda provocó que yo tuviera que agacharme. Ya sé… agacharme fue el culpable.
Tengo que decidirme. Ya son las 7:45 y no tarda en abrirse la puerta del elevador. Y no es que yo lo haya llamado, sino que Griselda ya sabe que siempre estoy en este piso y por tanto siempre presiona este nivel para darme los buenos días.
Ya va descendiendo el elevador: se enciende la luz del piso doce, pasa al once, y luego al diez… es momento de decidir… nueve, ocho, siete… no tarda en abrirse la puerta… seis, cinco…
Sí, sólo por esta ocasión no usaré el elevador. Las malditas bacterias fueron las culpables de descomponer la comida en mi estómago… las malditas bacterias fueron las causantes de que esta mañana baje por las escaleras sin ver a Griselda. Esas bacterias que provocaron la inflamación de mi estómago y que Griselda dijera: “Qué asco”. Malditas bacterias.
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El Director no dijo nada; siguió leyendo
Nota: estos cuentos, además de publicarse en los blogs mencionados arriba, ya fueron publicados en libros con sus respectivos derechos de autor y todos a nombre de Carlos Martín; además, cuenta con más cuentos que cuenta…
Hoy soy nostálgico
La chica es de Sugarcuts
Etiquetas: Carlos Martín, Cuentaletras, Cuentos, HD-B
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